ESTELLER CAMPAÑA 23

“Un millón de trancos”, por Lolo de Juan.

UN MILLÓN DE TRANCOS

Fue una de esas locuras que se tejen al amor de una copa de vino. Un viaje imaginario en el que sólo necesitaba un caballo y un par de espuelas. Y cuando quise darme cuenta iba camino del Pirineo con Talibán y Dinamita rumbo a las tierras del sarrio para iniciar en solitario los ochocientos kilómetros que distan desde Roncesvalles a la tumba del Apóstol Santiago, Patrón de nuestra herida España.

El camino es introspectivo, hay que dejar que te hable. El camino es arduo y también sencillo, es amable y a veces áspero. En el camino te encuentras quien te ayuda y a veces alguna autoridad que te incomoda. El camino de Santiago no es distinto del camino de la vida. Porque los de a pie -los ciudadanos- son todos bondadosos y generosos, al margen de que lleven tatuajes o corbatas. Todos socorren al peregrino. La autoridad pública en su mayoría también. Pero es el alcalde de turno o el politiquillo de poca monta el que intenta nublar tu avance por la senda del viajero para sacar tajada de los trancos de Talibán. No es diferente del día a día, donde son esos pendejos gobernantes los que empuercan el charco para que sólo se pueda pescar a ciegas y bajo su tutela. Porca miseria.

El camino te habla con sus señas amarillas, sus hitos o sus pueblos milenarios. Te habla a través de peregrinos en su caminar animado por las crestas de Navarra. También en el ligero temple de las campiñas riojanas. O el desesperante de las llanuras de Castilla. Te susurra en los altos de León donde el paisaje refresca y asoma a Galicia. Te abraza en el frescor de los verde esperanza de una tierra salvaje y musical como es la cuna del Apóstol Santiago.

Llevo en mi alforja un millón de trancos caminados. Un millón de promesas de amigos, familiares y peregrinos. Cada uno trae su petición, su pregunta o su ofrenda. No cabalgo con nada propio, pues soy mero transmisor de un saco de intenciones ajenas. No soy digno de solicitar más de lo que tengo pues mis caballos siguen sanos y salvos marcando el paso y meneando el mosquero de oreja a oreja. Y por fin llega el día de entrar a presentar mis respetos…

Amanece el 30 de julio con la bruma heredada de los montes ancareños. La ciudad centenaria nos recibe con sus piedras desiguales en forma e igualadas por el tiempo. Me acompañan dos jinetes extremeños que han sido testigos directos de la travesía, arropados todos por la bandera de nuestra querida España. La entrada en el Obradoiro es solemne y llamativa. Los madrugadores fotografían la escena. Nos cuadramos en el centro, mirando a los ojos al monumento que alberga el tesoro más grande de nuestra Tierra: su Patrón.

Una oración sincera, improvisada, rogando por los que ya no están o por los que han traído su petición en la alforja de Talibán. Hay abrazos y alguna lágrima. Está el ambiente cargado de sentimientos… Termina la ofrenda con un Viva España que retumba en aquellos muros y hace estremecerse a las monturas. Siento la presencia de todos aquellos por los que he rezado una oración todos los días. Es imposible que el viaje haya salido tan perfecto sino es porque desde la Gloria hay muchos guiando los pasos de mis caballos sin dejar que se extravíen o tropiecen. Siento un abrazo cálido en una mañana fresca y sobrecogedora.

Pero estoy vacío, algo me falta, los recuerdos se me agolpan. Ha sido un mes en solitario donde Dinamita ha llevado de manera improvisada a dos docenas de personas. Mi camino anónimo se convirtió en camino de visitas de otros amigos, algunos sobre la marcha. Una duquesa, un marqués, un cura, dos ex presidiarios, un mecánico, un jardinero, un constructor, dos evangelistas, un carnicero, un notario, algún listo y ningún subnormal… Todos ellos aportaron su granito de arena al tranco de mis caballos, agradecieron con una palmada los mosquerazos de Dinamita. Pero sigo con una espina clavada.

En la misma plaza me despido de mis amigos que ya regresan. Yo no puedo irme aún, el camino me susurra que tengo que continuar. Miré al cielo en una mañana muy azul. Había que llegar un poco más lejos… Al fin de la tierra. Fisterra. Finisterre. Vámonos Talibán.

Nunca vi a mis caballos en el mar. De hecho nunca me he bañado con ellos en agua salada. Les daba miedo el romper de las olas. Recuerdo de pequeño que a mí también me daba respeto pero agarrado a la mano de mi madre sentía su seguridad y dejaba que la espuma del atlántico me calara los pies. Hice lo mismo con Talibán, que notó mi seguridad y yo sus nervios.

Sumergido en las gélidas aguas del fin del mundo, tras un mes completo, treinta días a caballo y treinta noches durmiendo al relente, con mil kilómetros a la grupa… un millón de trancos. Me despojé de ropa y me eché a nadar confiando en mi caballo en unas aguas turquesas y amables que me daban la bienvenida. Allí sí, lo reconozco, dejé caer una lágrima de emoción. Misión cumplida. Pero quedó camuflada entre las muchas gotas de agua de mar. Nadie me vio llorar y es mejor así. Será el único trozo de vanidad que me queda…

Cuando vas a emprender la aventura del Camino de Santiago, siempre te desean que encuentres lo que hayas ido a buscar. Sinceramente prefiero no encontrar respuestas a mis desvelos. Será la única manera de poder regresar el año que viene para seguir descifrando los recovecos del camino. Si este no es el Paraíso, que baje Dios a la grupa de Talibán y nos muestre a ambos la senda que conduce a él.

¡Viva el Apóstol Santiago!

Y más fuerte que nunca… ¡Viva España!

M.J. “Polvorilla”


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